Cuentos para niños
...o no tan niños
Historias de humor negro y terror
Os presentamos Cuentos para niños ...o no tan niños,
un libro que reúne cinco relatos protagonizados por niños que se verán
envueltos en terroríficas pesadillas. El libro que nunca deberíais dejar
que leyeran vuestros hijos. Cinco historias en las que todo lo
aparentemente infantil es puro terror, mezclado con el humor negro más
salvaje, sin concesiones al típico infantilismo ni a la
corrección política. Estáis advertidos. Éstos son los cuentos que
hubieran escrito un Dickens, un Swift o un Roald Dahl decididos a hacer
enloquecer a sus sobrinitos.
El autor es D. D. Puche, que ya ha publicado con Grimald Libros varias novelas y libros de relatos. Entre sus obras (aparentemente) infantiles y juveniles destacan Bombo, un amigo para siempre o Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown.
El autor es D. D. Puche, que ya ha publicado con Grimald Libros varias novelas y libros de relatos. Entre sus obras (aparentemente) infantiles y juveniles destacan Bombo, un amigo para siempre o Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown.
Si quieres, puedes empezar a leer ahora mismo uno de los relatos...
LA CASA DE CERA
Era un bonito
sábado de primavera. El sol brillaba en lo alto, los pajarillos cantaban, y los
niños jugaban en las aceras y los parques. Barbara estaba en casa, en el cuarto
de juegos, recortando figuritas de papel junto a su hermanito pequeño, apenas
un bebé, que se entretenía jugando con un peluche. Todo iba bien en la vida de
Barbara: su familia era una familia feliz, su vida era la de una niña normal, y
quería mucho a su hermanito, Joey, que había llegado hacía apenas un año.
De pronto los
padres de Barbara entraron en la habitación con la mejor noticia posible para
una niña:
−Barbara,
¿quieres ir esta tarde a la feria?
−¡Síiiiiiiiiiiiii!
−exclamó ella a todo pulmón, llena de alegría, levantándose de un salto y
corriendo hacia sus padres, a los que abrazó.
El bebé no
entendía nada de ferias, pero al ver la alegría de su hermana, también se puso
muy contento.
Un par de horas
más tarde, la familia llegó a las cercanías de la feria, en cuyo aparcamiento
dejaron el coche. Nada más salir de él, Barbara pudo oler la feria, pues las
ferias tienen un olor propio, que puede distinguirse fácilmente. El aire estaba
impregnado de aroma a algodón de azúcar, y a gofres con chocolate, y a roscos
de canela, y en general, a un montón de cosas deliciosas con muchísimo azúcar,
tanto que el aire casi, casi estaba pringoso.
Barbara corrió y
brincó loca de alegría hasta las puertas, donde hubo de esperar hasta que sus
padres llegaron con Joey y pagaron las entradas. Una vez dentro, la niña estaba
entusiasmada, y tiraba de la mano de su padre para ir a tal atracción u otra; aunque
sus padres no podían correr tanto como ella quería, pues llevaban al bebé. Todo
estaba lleno de luces de colores, y más aún a medida que anochecía. Mamá
llevaba en brazos a Joey, quien miraba todo con los ojos bien abiertos. Los
carteles luminosos, el ruido, la música de cada puesto, el olor de la comida,
los gritos alegres de los jóvenes en las atracciones… todo era maravilloso.
El papá de
Barbara jugó en una caseta a tirar unos aros sobre los cuernos de unos unicornios,
y ganó un pequeño peluche de un unicornio blanco para la niña. Ella lo abrazó
como el mayor tesoro del mundo. Nunca se desharía de él.
Pero así, de
puesto en puesto, se fue haciendo tarde, y los padres de Barbara decidieron que
era ya hora para los niños de volver a casa. Sin embargo, Barbara se soltó de
la mano de su madre un momento, mientras ésta atendía al bebé y su padre
hablaba con un conocido que se había encontrado.
−¡Barbara, no te
alejes! −le dijo su madre.
La niña corrió un
poco hacia la parte más alejada de la feria, justo al lado de las caravanas y
carromatos de los feriantes. Allí vio a algunos recogiéndose, fumando y
bebiendo botellas de alcohol, los cuales se le quedaron mirando y le dieron
mucho miedo. Y entre las caravanas, Barbara vio una atracción que no había
visto antes. Parecía una especie de túnel del terror, con un letrero que decía:
“La Casa de Cera”.
La niña sabía que
no era una atracción para ella, sino para chicos mayores, pero aun así se
acercó a su entrada, atraída por una figura que había allí mismo. No vio a
nadie encargado de coger los tickets. Se trataba de una figura de cera, vestida
como una persona de verdad, y maquillada para que pareciera real. Barbara tuvo
la sensación de que era de carne y hueso, como un mimo que se estaba muy, muy
quieto. Se quedó mirando fijamente a la figura, que representaba a un hombre
con una especie de frac. La niña empezó a tener mucho miedo, pues creía que en
cualquier momento aquella figura se movería y le daría un susto. Parecía tan
real… Pero los colores de la piel eran exagerados, demasiado anaranjados; y los
labios parecían pintados casi como los de una mujer. Barbara tuvo esa sensación
que se tiene ante algo que nos resulta siniestro: tenía miedo, pero no podía
dejar de mirar. Entonces estiró su mano hacia la cara de la figura. Quería
tocar esa cara, cerciorarse de que era de cera, y no una persona disfrazada.
Unos ojos de vidrio la miraban directamente, sin pestañear, sin moverse ni un ápice.
Las yemas de sus dedos estaban a punto de rozar la falsa piel de la estatua de
cera, su fría e inerte piel, cuando de pronto, una mano agarró firmemente la
muñeca de Barbara.
Ella dio un grito
corto y agudo.
Pero no era una mano de la figura la que la agarró, pues sus brazos seguían en el mismo sitio. Era una mujer mayor, a quien no había oído llegar junto a ella, ensimismada como estaba ante la figura.
Pero no era una mano de la figura la que la agarró, pues sus brazos seguían en el mismo sitio. Era una mujer mayor, a quien no había oído llegar junto a ella, ensimismada como estaba ante la figura.
−No se toca
−dijo, secamente.
Barbara la miró
con los ojos como platos, muerta de miedo, con la boca abierta pero sin poder
articular palabra. La estatua de cera la seguía mirando con sus ojos
inexpresivos. La señora que la agarró parecía mayor, muy, muy mayor, como si
tuviera más de cien años. Su rostro y sus manos estaban totalmente arrugados.
Su piel era blanquecina, casi parecía transparente, pero era extrañamente
suave. Llevaba unas curiosas ropas blancas, que a Barbara le parecieron, en su
imaginación infantil, las vendas de una momia; cosa que seguramente había visto
en televisión.
Lo peor era la
expresión de la vieja. La miraba como nadie la había mirado nunca, pues nadie
mira así nunca a los niños. Como con desprecio, con odio; pero no porque fuera
a tocar su estatua de cera, sino porque era una niña, y ella era vieja. Por eso
la odiaba. Barbara pudo sentirlo. Pudo sentir una envidia muy profunda. Fue la
primera vez en su vida que sintió algo así. Estaba muerta de miedo.
Los segundos que
la tuvo agarrada se le hicieron eternos. Pensó que no la soltaría. Que se la
llevaría dentro y “le haría algo”. Quizá se la comiera. Sólo pensaba lo peor
que puede pasar por la mente de una niña pequeña. Y justo cuando pensaba que
jamás se soltaría de la fuerte mano de la vieja, los dedos de ésta se abrieron.
Barbara se quedó
un instante petrificada, mientras la vieja la seguía mirando como atravesándola
con sus ojos. Tenía los mismos ojos sin vida que los de vidrio de la estatua. Y
de pronto, la vieja comenzó a reírse. Al principio por lo bajo, pero luego fue
elevando su risa más y más, hasta que fue una enorme y malvada carcajada con la
boca sin dientes completamente abierta. La vieja se echó hacia atrás, para reír
más y más:
−¡Muahaha!
¡Muahahahaha! ¡Aaaaahahaha!
Barbara salió
corriendo como alma que lleva el diablo, alejándose lo máximo posible de La
Casa de Cera, y de la vieja, y de las caravanas. El pequeño peluche del
unicornio blanco se le cayó al suelo, pero no se atrevió a parar y volver atrás
a cogerlo. Mientras corría y corría, pudo oír a la vieja, quien le gritó algo:
−¡Aquí no se
juega! −exclamó, y siguió riendo como una malvada bruja.
Barbara enseguida
llegó junto a sus padres, y se lanzó hacia su papá, abrazándose a él y pegando
su cara contra su cuerpo. Ellos notaron que Barbara se había asustado por algo,
tras haberse alejado; pero no le dieron mayor importancia, pues sólo habían
sido un par de minutos y la niña no había corrido ningún peligro. Joey sonrió
alegre al ver llegar a su hermana. Mientras se marchaban, con Barbara en brazos
de su padre, ella miró hacia el fondo de la feria, donde estaban las caravanas,
y La Casa de Cera, y la vieja, pero ya no la vio más.
Cuentos para niños
...o no tan niños
D. D. Puche
© 2020 Grimald Libros
229 páginas
ISBN: 978-1651771624
Tapa blanda (10 €)
D. D. Puche
© 2020 Grimald Libros
229 páginas
ISBN: 978-1651771624
Tapa blanda (10 €)
Digital [.epub] (2,99 €)